Por qué las empresas necesitan redefinir el concepto de agilidad
Agilidad es un concepto que se escucha cada vez más en el ámbito organizacional. Ser ágil pareciera un imprescindible para toda empresa que se precie de ser rápida, flexible, innovadora, y competitiva.
Estoy convencida de que la agilidad es una forma de ser —que implica una manera de pensar y actuar—, muy apropiada para surfear de mejor manera la ola de la incertidumbre y complejidad en la que vivimos y seguiremos haciéndolo en el futuro.
Ser una organización ágil implica un compromiso con el camino de transformación que va más allá del deseo, las declaraciones, certificaciones y las buenas intenciones. Introducir prácticas de trabajo propias de la agilidad es un primer gran paso y he visto muchos proyectos “ágiles” fracasar cuando el proceso se toma a la ligera, esperando resultados casi mágicos en un abrir y cerrar de ojos.
No hay magia ni atajos. En este artículo quiero revisar algunas de las ideas equivocadas o mitos que conducen a lo que suelo llamar “agilidad antiágil”, para luego ofrecer una perspectiva más holística y auténtica de la agilidad que permita a las empresas florecer.
El imperativo de la agilidad en las empresas
La agilidad es la conjunción de consciencia, anticipación, velocidad, flexibilidad y sentido. Es una forma de ser, una disciplina —más que una receta— que permite a las organizaciones elegir el o los caminos que las conduzcan adonde quieren llegar.
La capacidad de ser ágiles nos permite escuchar atentamente el entorno e identificar rápidamente cuándo avanzar o adentrarnos más, cuándo correr o ir más lento, cuándo frenar o incluso desandar parte del camino hecho. Entonces, ¿por qué las personas solo piensan en velocidad cuando se les menciona la agilidad?
Las empresas que se declaran ágiles muchas veces creen que, por el solo hecho de haberlo declarado, van a responder más rápido que la competencia a las necesidades del mercado. No se preguntan hacia dónde van a correr, para qué van a correr y qué es lo que quieren lograr en esa carrera. ¿Realmente necesitan correr más rápido que la competencia?, ¿hacia dónde quieren correr?, ¿qué quieren lograr?
Uno de los signos de estos nuevos tiempos es la aceleración. Todo cambia rápidamente y pareciera que si no corremos, nos morimos. Esto no significa que debamos permanecer inmóviles.
Existe una diferencia entre movernos de manera consciente y correr sin saber hacia dónde.
Tanto a nivel individual como organizacional, el camino que elijamos sí importa, porque este nos llevará más adelante a elegir otros caminos que nos conducirán a uno u otro futuro.
Podemos elegir que ese final sea producto de un diseño consciente antes que consecuencia del azar, de hábitos improductivos del pasado, de las agendas o elecciones de terceros, así como de adoptar modas o imitar lo que hacen otros de manera impulsiva.
Algunos mitos de la agilidad
En los últimos años, han aparecido diversos mitos acerca de la agilidad que han generado, a veces, más perjuicios que beneficios en las empresas ágiles o en vías de serlo. Estas ideas contradicen el origen del agilismo. No integran aquello que subyace a su aparición y son, de entrada, contradictorias. Veamos algunos de estos mitos.
Ser ágil está de moda
Cuando vemos la agilidad como una moda, la tomamos y, si no funciona, la desechamos. No analizamos qué debemos hacer para que se ajuste a nosotros. No nos preguntamos, por ejemplo, cuáles son las nuevas creencias que requerimos instalar o las reformas estructurales que necesitaríamos hacer en la empresa y en nuestra identidad para que ese traje nos quede bien. Esto genera mucho daño: ansiedad por no estar «in», estrés por las inconsistencias entre lo que se declara como urgente y lo que en realidad se privilegia, frustración porque no funcionó luego del dinero y tiempo invertidos, cinismo o resistencia pasiva porque ya dejamos de entusiasmarnos con «la nueva moda que tampoco va a funcionar».
Ser ágil no es una tendencia transitoria, es una necesidad estratégica en un entorno de constante cambio. Se trata de un enfoque integral que va más allá de lo que está en boga. Es una forma de operar que permite a las organizaciones adaptarse y prosperar en medio de la incertidumbre.
Ser ágil es ser rápido
Si creemos que ser ágiles es ser rápidos, queremos cambiarlo todo, privilegiando la velocidad del cambio antes que cuidar que se trate de una transformación consciente y orgánica. Cuando emprendemos un proceso de transformación a la agilidad, es importante preguntarnos cuál es la identidad que tenemos y la que queremos tener, qué queremos o vale la pena conservar y qué queremos o necesitamos cambiar.
Ser ágil no solo significa actuar rápidamente. Se trata de ser capaz de responder efectivamente a los cambios con decisiones bien fundamentadas. La velocidad sin dirección puede ser perjudicial. La verdadera agilidad implica moverse con propósito, manteniendo un equilibrio entre rapidez y calidad en la toma de decisiones.
Ser ágil es incorporar metodologías ágiles o tener varias certificaciones
Este es uno de los mitos más difundidos. Parte de la idea errada de que si incorporamos algunos rituales y prácticas u obtenemos determinadas certificaciones de agilidad ya seremos ágiles. Sin embargo, si no hemos cultivado en la empresa una manera de que lo habilite, por muchas metodologías que incorporemos, no necesariamente seremos una organización ágil.
La agilidad no se logra únicamente con metodologías y herramientas, requiere nuevas creencias acerca de cómo las personas colaboran, aprenden y se adaptan juntos y la construcción de instancias, procesos, incentivos, sistemas y políticas para que ello ocurra. Los marcos de trabajo o frameworks y las certificaciones son útiles, pero no garantizan una transformación ágil si no están acompañadas por un cambio de mentalidad y prácticas.
Ser ágil es improvisar sin planes
En agilidad, claro que hay que tener planes que funcionen como carta de navegación que nos permita guiarnos, no como una ruta fija e inamovible. Lo importante es estar presentes aquí y ahora para observar y escuchar las señales a nuestro alrededor y, si se presenta un cambio, rediseñar rápidamente los planes.
La agilidad requiere una planificación continua y flexible. No se trata de eliminar los planes, sino de crear aquellos que puedan adaptarse a medida que surgen nuevas circunstancias y aprendizajes.
La agilidad sirve para todo
La agilidad es estupenda para afrontar la incertidumbre, hacernos cargo de la complejidad cuando lo que sabemos no nos garantiza éxito en el futuro. No es una solución universal para todos los problemas.
Es crucial identificar dónde la agilidad puede agregar valor y en cuáles situaciones otros enfoques podrían ser más adecuados. Forzar la agilidad para todos los desafíos puede ser contraproducente y diluir su efectividad.
Para ser ágiles, la calidad no importa
Cuando hablamos de “salir feo, pero rápido” nos referimos a equivocarnos temprano y barato, enfocarnos en lo esencial, dejando para luego lo accesorio. Hacer un producto mínimo viable o prototipos que nos permitan validar hipótesis, recibir retroalimentación, aprender y mejorar.
La agilidad no sacrifica la calidad. Al contrario, busca entregar valor de manera consistente, manteniendo altos estándares mientras se responde a los cambios.
En la agilidad no hay disciplina
Si bien la agilidad privilegia la autonomía, la diversidad y la flexibilidad en formas y estilos de trabajo, se requiere una gran disciplina para mantener el foco, priorizar adecuadamente y seguir procesos que permitan la adaptabilidad. No se trata de improvisar sino de disponer de una estructura que facilite el compromiso, la cadencia sostenible y que, simultáneamente, sea flexible y capaz de evolucionar según las necesidades.
La agilidad es multitarea
Nada más contrario a la agilidad que el multitask. Se requiere presencia, foco y mirada sistémica para generar resultados de valor.
La agilidad no es sinónimo de multitarea. Se centra en la priorización y en realizar tareas importantes de manera efectiva, una a una, para asegurar el mejor resultado posible.
La agilidad es anarquía
En agilidad se promueve la autoorganización de los equipos. Lejos de ser anarquía, la forma de trabajar es más parecida a la redarquía y la sociocracia.
La agilidad requiere una coordinación meticulosa y un liderazgo que guíe a los equipos a través del cambio de manera efectiva y alineada con los objetivos de la organización.
Consecuencias de los mitos de la agilidad en las empresas
Cuando los mitos sobre la agilidad se toman como dogmas, el resultado puede ser lo que llamo “agilidad antiágil”, que genera más problemas de los que resuelve. Algunas de las pueden ser:
Frustración: los equipos se sienten atrapados en procesos que no comprenden ni ven cómo les beneficia, lo que lleva a la desmotivación.
Cinismo: cuando la agilidad se percibe como una moda pasajera o una imposición sin sentido, los equipos desconfían de sus beneficios, y el escepticismo se instala.
Agotamiento: la presión constante por “ser ágiles” sin un propósito claro puede desencadenar agotamiento físico y emocional, erosionando la moral del equipo.
Fundamentalismo: la adherencia estricta a frameworks o metodologías sin considerar el contexto específico de la organización puede llevar a un enfoque dogmático que no es congruente con la flexibilidad que la agilidad pretende ofrecer.
La agilidad ágil
La verdadera agilidad, aquella que aporta valor real, no es rígida ni dogmática. Es una filosofía que requiere ser interpretada y adaptada a las circunstancias y necesidades de cada organización. La agilidad auténtica se centra en el aprendizaje continuo, en la colaboración efectiva y en la capacidad de ajustar el rumbo según lo requieran las circunstancias.
Más que seguir un manual, las empresas deben tener la libertad de crear su propio camino hacia la agilidad, uno que respete sus valores, objetivos y cultura organizacional.
La agilidad, en su mejor versión, es una evolución constante.
En un mundo donde el cambio es la única constante, redefinir el concepto de agilidad es esencial para que las empresas puedan prosperar en vez de solo sobrevivir. La agilidad no se trata simplemente de implementar procesos rápidos, sino de cultivar una cultura de adaptabilidad, aprendizaje y colaboración.